Escrito por Alex Lickerman en Happiness in this World
Un domingo de enero de 2007, mientras almorzaba, empecé a notar un pequeño dolor en el estómago y una sensación general de malestar.
Al principio, el dolor se me quedó en el centro del abdomen, justo encima del ombligo, pero a lo largo del día se me fue bajando gradualmente hasta el cuadrante inferior derecho, lo que me hizo preguntarme por un momento si no tendría apendicitis aguda.
A pesar de todo, como por la tarde el dolor empezó a remitir, descarté esa posibilidad. Nunca había oído hablar de un caso de apendicitis que se resolviera por sí mismo sin necesidad de operar).
No obstante, como soy muy consciente del proverbio que dice «En casa del herrero, cuchillo de palo», al día siguiente le pedí a un médico amigo mío que me examinara. Cuando lo hizo, encontró una inflamación en el cuadrante inferior derecho que no le gustó nada y pidió un TAC. Para sorpresa de ambos, el escáner reveló que efectivamente tenía apendicitis aguda.
Esa misma tarde, un poco después, visité a un cirujano que me mandó antibióticos y me dio cita para hacerme una apendicectomía laparoscópica programada para dos días después. La operación salió bien y esa misma noche ya estaba en casa con distensión abdominal, pero por lo demás sin apenas molestias.
A las tres de la madrugada, sin embargo, me desperté con fuertes vómitos y, tras un episodio especialmente violento, perdí la consciencia durante unos instantes. Mi mujer, en estado de pánico, llamó a los servicios de emergencias y una ambulancia me llevó de nuevo al hospital, donde descubrieron que tenía anemia.
Mi cirujano me diagnosticó hemorragia intra-abdominal y empezó a hacer un seguimiento del recuento de glóbulos rojos cada pocas horas, con la esperanza de que la hemorragia se detuviera por sí misma.
A última hora de la tarde quedó claro que no se iba a resolver por sí sola, por lo que me llevaron de nuevo al quirófano, donde el cirujano encontró y saco del interior de mi abdomen aproximadamente 1,5 litros de sangre que se encontraban sueltos.
En resumen, había perdido en el transcurso de dieciséis horas la mitad del volumen de mi sangre.
No obstante, durante los siguientes días mi cantidad de sangre se estabilizó y pude recuperar mis fuerzas, así que me mandaron a casa cuatro días después de ser ingresado, un poco menos hinchado que la última vez y con sangre de otro en mi cuerpo.
Tres semanas después, mi mujer y yo cogimos un vuelo de cuatro horas a México, vacaciones que antes de mi enfermedad habíamos planeado pasar en Cabo San Lucas. Pasamos tres días en la playa y después volamos de vuelta a casa.
Dos días después, me dio diarrea. Pensé que se trataba de una gastroenteritis vírica, puesto que durante mi estancia en México solo había tomado agua embotellada, estaba seguro de que se resolvería por sí misma en un par de días.
Sin embargo, mientras conducía de camino a casa unos días después, me empezó a doler el lado derecho del pecho. Llamé a mi amigo médico que me pidió que volviera inmediatamente al hospital para que me hicieran un escáner de pecho. El TAC mostró que había sufrido un fuerte tromboembolismo pulmonar.
Me llevaron de inmediato a urgencias y me pusieron anticoagulantes intravenosos para evitar que otro coágulo pudiera viajar hasta el pulmón y, probablemente, matarme. Afortunadamente, esta vez mi estancia en el hospital transcurrió sin grandes incidentes y finalmente me mandaron a casa con un anticoagulante oral llamado Coumadin.
A pesar de todo, una semana más tarde la diarrea seguía sin desaparecer, por lo que me hicieron un cultivo de heces para ver si tenía Clostridium difficile.
El resultado dio positivo, seguramente como consecuencia de los antibióticos que había estado tomando antes de mi primera cirugía, así que me pautaron Vancomycin. Después, el Vancomycin me causó una reacción alérgica, por lo que me cambiaron a Flagyl.
En una semana desapareció la diarrea, pero volvió una semana después. En las colitis causadas por Clostridium difficile son habituales las recaídas, así que probé de nuevo con Flagyl, esta vez junto a un probiótico llamado Florastor. La diarrea se me pasó y no volví a padecerla.
Una semana después, volvieron las náuseas. Me paralizaban por completo (tanto como la ansiedad que me provocaban).
¿Y ahora qué podía estar pasándome?
En ese momento, hubiera deseado poder dejar de ser médico en ese momento, para vivir feliz en mi ignorancia, sin tener ni idea de todas esas horribles enfermedades que pensaba que podría tener.
Llamé a mi amigo médico quien sugirió, tras oír mis síntomas, que las náuseas podían deberse a la ansiedad. Le dije que no se me había ocurrido esa idea, que había supuesto que la ansiedad venía originada por las náuseas, y no al revés, pero que estaba abierto a la posibilidad de que tuviera razón.
Al día siguiente tuve una conversación con un psiquiatra que me diagnóstico trastorno por estrés postraumático (TEPT).
Negación de la muerte
Siempre me sorprende la gente que dice que no tiene miedo a la muerte. La mayoría de ellos rápidamente puntualizan que lo que les da miedo es tener una muerte dolorosa, no el hecho de dejar de seguir estando vivos. No deja de fascinarme, ya no solo la respuesta, sino también la cantidad de personas que la da. Aunque imagino que efectivamente hay gente que, ya sea por su edad, forma de ser o creencias religiosas, se siente de verdad así, siempre me he preguntado si acaso esa respuesta no es en sí más que una negación tan profundamente arraigada que muy pocos saben cómo hacerle frente.
Desde luego ese ha sido mi caso. Me encanta estar aquí y no me quiero ir.
Siempre he hablado abiertamente sobre mi miedo a morir con cualquiera que me lo haya preguntado (tampoco es que sean muchos me lo hayan preguntado; supongo que porque la pregunta en sí misma le resulta incómoda a la mayoría), pero muy pocas veces he tenido que experimentar realmente ese miedo.
Cuando he intentado hacerme a la idea de lo que supondría mi propio fallecimiento (visualizar de verdad lo que sería el mundo sin mí, que la esencia de lo que soy desaparece por completo) siempre ha surgido un miedo tan arrollador en mí que mi mente se cierra en banda.
Es como si mi capacidad de imaginación y la idea de mi propio fin fueran dos imanes de igual polaridad que se repelen y niegan a unirse sin importar cuánto me esfuerce en juntarlos.
Una ilusión que se resquebraja
Sin embargo, no me di cuenta de la verdadera importancia de mi estado de negación hasta que no me diagnosticaron TEPT.
La ansiedad que empezó a envolverme entonces era de una naturaleza totalmente diferente a la que había experimentado otras veces.
Empezó a interferir con mi capacidad para vivir, lo cual me dejaba claro que mis escarceos con la muerte (dos) me habían robado la capacidad de creer que nunca moriría.
Llegar a comprender y ser totalmente consciente de que la muerte nos espera es muy diferente a «saberlo» en la teoría. Igual que saber que la gravedad te hará caer es una experiencia muy diferente a la de desmayarse realmente al borde de una barandilla en lo alto de un edificio.
En último término, el hecho de estar enfermo me llevó a ser consciente de que, al contrario de lo que siempre había creído desde mi corazón, yo, en realidad no tenía absolutamente nada de especial. Como todo el mundo, no era más que un trozo de carne que se pudriría tarde o temprano.
A partir de ese momento, cada vez que sintiese la más mínima punzada en el pecho, me saliera un sarpullido en los brazos o me temblara la mano sin motivo alguno, la ansiedad me paralizaría.
A pesar de que mi mente era capaz de reconocer racionalmente lo exagerado de mi reacción, cada nuevo síntoma aleatorio instaba a mi cerebro de médico (lleno de información sobre casos y enfermedades) a sacar conclusiones espeluznantes. Todo ello, porque ahora ya sabía, como no había sabido nunca antes, que sí que podían ocurrirme cosas malas.
Me sentía como uno de mis pacientes más antiguos que, desde que lo conozco, se ha visto consumido por tal ansiedad que se ha convertido en un niño, en el sentido de que necesita constantemente que le aseguren que todo va a ir bien. Su ansiedad le ha quitado todo consuelo y ha hecho de su vida una pesadilla sin dicha alguna.
El TEPT se diagnostica a menudo en hombres (y ahora, también en mujeres) que vuelven del campo de batalla, mujeres que han sido violadas o gente que estuvo presente cuando cayeron las Torres Gemelas el 11-S… En resumen, en personas que han sufrido una experiencia intensa y traumática o han presenciado cómo otra persona la sufría.
En mi opinión (la cual, he de decir, no he contrastado con lo que afirma la ciencia de la psiquiatría), el TEPT surge cuando a una persona se le despoja de la falsa creencia de que va a vivir eternamente.
Qué hacer después
Siempre había creído que para mí era bueno deshacerme de mentiras e ilusiones falsas, que esto era algo que me daba más de lo que me quitaba. Y, sin embargo, parecía que había un ejemplo que representaba la excepción a la norma.
Tenía está claro que, por aquel entonces, cuando me diagnosticaron TEPT, estaba sufriendo hasta niveles nunca antes experimentados. Realmente, había sido más feliz cuando todavía vivía en la mentira de la negación.
En cambio, con el paso del tiempo, la ansiedad paralizante del TEPT se resolvió y volví a poder vivir como mi vida como antes.
Eso sí, hoy, incluso heridas leves o síntomas pasajeros que habría ignorado en el pasado me provocan un vago sentimiento de preocupación. A día de hoy sigo siendo plenamente consciente de que mi capacidad para creer en mi invulnerabilidad ha quedado irrevocablemente destrozada.
He decidido, sin embargo, que esto es algo bueno.
Se me ha concedido la oportunidad de desafiar mi miedo a la muerte sin tener que estar muriéndome realmente. No muchos tienen la misma suerte.
Empecé a practicar el budismo Nichiren hace veinte años porque me intrigaba la idea de que la iluminación pudiera ser algo real, de verdad, alcanzable solo si se seguía el camino correcto.
He persistido en ello porque he tenido experiencias al practicarlo que me han convencido de que es verdaderamente capaz de romper falsas ilusiones sobre la vida. Pero ahora, más que una curiosidad intelectual, mi deseo por la iluminación se ha convertido en sinónimo de mi deseo por liberarme de falsas ilusiones sobre la muerte.
Para mí, hay tres cosas innegables:
- En primer lugar, mis experiencias con el budismo hasta la fecha me han llevado a pensar que el camino de la iluminación es algo real, y que podría ser la solución a mi problema con el miedo a la muerte.
- En segundo lugar, para que yo me pueda convencer de que la vida es eterna (que no existe ni principio llamado nacimiento ni un final llamado muerte) debo vivir una experiencia que me lo demuestre sin el menor atisbo de duda. Tengo que saberlo con la misma certeza que sé que la gravedad existe.
He de confesar que todavía a día de hoy no soy capaz de concebir cuál podría ser esa experiencia. Y, sin embargo, debo recordar que cada vez que he adquirido verdadera sabiduría a través de mi práctica budista, siempre ha sido como resultado de una experiencia que jamás antes me hubiera podido imaginar. - En último lugar, que como pienso que creyendo que la vida eterna es posible voy a ser más feliz, debo permanecer alerta y luchar contra la tendencia seductora de auto-convencerme de ello.
En mi experiencia, la creencia o fe surgida del simple deseo de creer resulta en general demasiado endeble como para hacer frente a un verdadero reto. Y no se me ocurre un reto más auténtico frente a la creencia en la vida después de la muerte (ya sea a través de la reencarnación, la ascensión al cielo u otra cosa) que la real e inminente llegada de la propia muerte.
Soy totalmente consciente de que mi creencia actual sobre lo que supone la muerte (la verdadera y total terminación de uno mismo), es probablemente correcta.
Ello me lleva a preguntarme si no haría mejor en intentar volver a la negación y aceptar sin más que cuando llegue mi momento de morir, si tengo la oportunidad de verlo venir, viviré tantos momentos, horas, días o semanas de miedo como tenga que sufrir, así, hasta recibir la liberación final.
Ojalá pudiera. He descubierto que una vez que se rompe una ilusión no hay marcha atrás. Y aunque la hubiera, estoy seguro de que llegará un punto en el que tendré que volver a enfrentarme a una enfermedad o herida que desmontará de nuevo la negación. Todos lo haremos.
En función del momento de la vida en el que te encuentres a lo mejor este tema no te parece urgente. Pero ¿acaso no debería serlo?
A cualquiera le puede suceder lo que me sucedió, en cualquier momento. Y si hay algo más deseable que morir en paz es saber morir sin miedo. De hecho, uno de los supuestos beneficios de conseguir seguir el camino de Buda es poder vivir libre de todo miedo.
He intentado solucionar mi miedo a la muerte de forma intelectual, pensando sobre ello, y he llegado a la conclusión de que no es posible, o al menos yo no puedo hacerlo. Necesito algún tipo de práctica que tenga realmente el poder de despertarme o llevarme a la verdad (asumiendo, por supuesto, que la verdad acabe siendo lo que yo espero que sea).
Y así continúa mi gran experimento. ¿Qué hay del tuyo?
Sitio web en inglés del autor: http://www.happinessinthisworld.com/.
Artículo original en inglés: https://www.psychologytoday.com/blog/happiness-in-world/200910/overcoming-the-fear-death
Traducido por Pilar Moyano. Revisión Adrián Pérez.
Los temas y relatos me fascinan, y me parecen muy interesantes, apropiados para la lectura, buena fuente de información;estudio para maestra.
Me alegro de que te sirvan, Patricia.
Un saludo,
Adrián