Cómo estropear el juego de los niños: supervisar, alabar, intervenir
Cómo disfrutar del juego de los niños sin estropearlo.
Publicado el 14 de enero de 2009 por Peter Gray en Freedom to Learn
Son muchas las maravillas de la naturaleza que han conmovido mi espíritu: las hojas naranjas y amarillas que brillan bajo el sol otoñal, los ánades reales que aterrizan delicadamente en las calmadas aguas al atardecer, las nubes a la deriva que veo pasar cuando miro al cielo. Pero, de entre todas las escenas de la naturaleza que he disfrutado y admirado, ninguna me ha cautivado más que la de los niños cuando juegan solos, sin adultos que los guíen o interrumpan. Para mí, intervenir en el juego de los niños es como disparar a esos ánades que aterrizan en el agua.
Mis palabras difícilmente pueden reemplazar las escenas reales, pero déjenme compartir dos ejemplos que me han inspirado más que ninguna poesía. Estos ejemplos no tienen nada de particular: son una muestra más de cómo juegan los niños en todo el mundo. Lo que los hace especiales para mí es que se trata de ocasiones en las que me tomé mi tiempo para observar y disfrutar, tal y como muchas personas escuchan conciertos o admiran grandes cuadros. Me gustaría recogerlos aquí en cierto modo en un intento de expresar su belleza, pero también para señalar cómo los adultos podrían haber arruinado los juegos al supervisarlos, alabar o intervenir de otra manera, tal y como suele ocurrir.
Resulta que ambos ejemplos se produjeron en la parroquia a la que pertenezco. Los describiré en presente en un intento de trazar un retrato más vivo.
Ejemplo 1: Jugando a robar la pelota
Termina la misa del domingo. Cansado de la hora del café de los adultos, subo las escaleras hacia la gran habitación en la que a veces juegan los niños mientras esperan a que sus padres terminen de socializar. Catorce niños —de ambos sexos y con edades comprendidas entre los tres y los doce años— están jugando a robarse la pelota con un balón inflado, con el doble de diámetro que un balón de baloncesto. Catorce cuerpos humanos de tamaños totalmente distintos se mueven con rapidez, cada uno siguiendo un rumbo totalmente aleatorio, a su ritmo, con su propia gracia. Y, sin embargo, de alguna manera, estos catorce cuerpos se mimetizan, acentuados por el brillante balón verde, en un único organismo líquido.
Tengo la impresión de que observo una bella coreografía, pero no hay ningún coreógrafo. Nadie domina, nadie se queda fuera, nadie choca con nadie, nadie se queja; todos los gritos son de alegría. Los niños que quieren la pelota la reciben durante el tiempo suficiente. Los más mayores regatean con la pelota mientras corren y retan a los demás a que se la quiten; los más pequeños salen corriendo con la pelota hasta que la lanzan a los brazos extendidos de un entusiasta compañero.
El niño de tres años corre alegremente en círculos, moviendo los brazos sobre su cabeza, sin mostrar interés alguno en la pelota, pero encantado de estar ahí corriendo con esos asombrosos niños mayores. Pese a la diferencia de edad, tamaño y habilidades con la pelota, todos los jugadores son tratados por igual —todos valen lo mismo, todos merecen que se cubran sus necesidades. El juego continua durante los veinte minutos que puedo quedarme a mirar. Mientras los observo, recibo lecciones de movimiento, ritmo, coordinación y auto-expresión, en las que la alegría proviene de anticipar y cubrir las necesidades y deseos de los demás. Veo democracia en su forma más perfecta, en acción.
Los niños y yo tenemos suerte de que ningún otro adulto esté prestando atención y de que mi presencia pase inadvertida. En muchas ocasiones he visto cómo adultos con buenas intenciones arruinan estos juegos al intervenir en nombre de la seguridad, porque creían que alguien estaba siendo tratado injustamente, o porque pensaban que sabían mejor que los niños cómo hacer que el juego resultase divertido. Los adultos atentos pueden arruinar los juegos, aunque su intención no sea intervenir. Y es que los niños los perciben como posibles encargados de la seguridad, como aquellos que resuelven conflictos y como una audiencia a la que quejarse; esta percepción hace que los niños actúen de forma insegura, que riñan y que lloriqueen. Jugar requiere autocontrol y una presencia demasiado fuerte de los adultos puede hacer que los niños renuncien a autocontrolarse.
Ejemplo nº 2: Confeccionando la decoración de Navidad
Ayudo a organizar las «Navidades Verdes» en la parroquia, una fiesta anual en la que personas de todas las edades confeccionan adornos, papel de envolver y regalos respetuosos con el medio ambiente. Estoy a cargo de la mesa de adornos naturales, que contiene materiales como piñas, algodoncillos, y semillas y conchas de varios colores y tamaños. La mesa también contiene pistolas de pegamento caliente, que pueden usarse para unir los distintos materiales naturales y formar adornos para el árbol de Navidad o estatuas para la mesa.
Muchos de los participantes confeccionan los adornos con bastante rapidez, impacientes por terminar su trabajo rápido y pasar a la siguiente mesa para así completar todas las rondas. Crean adornos grandes y ostentosos, utilizando muchos materiales, pero ponen relativamente poco cuidado en la fabricación. Mientras trabajan, ríen y bromean con el resto de personas. En mi opinión, estas personas no están jugando, o, si están jugando, su juego consiste en socializar, no en fabricar adornos. Confeccionan estos ornamentos porque es lo que se supone que tienen que hacer en la mesa. Sin embargo, un niño pequeño, que parece tener unos cuatro o cinco años de edad, adopta un enfoque totalmente distinto.
Ajeno al ajetreo que le rodea, se encuentra totalmente inmerso en su proyecto. Él solito decide pegar alubias blancas pequeñas y redondas en una gran piña de forma que cada uno de los casi sesenta lóbulos de la piña tenga exactamente una alubia en el centro. No avisa a nadie, empieza a hacerlo él solo. Su expresión denota una profunda concentración. Utilizando la pistola de pegamento, con sus pequeñas manos y gran cuidado, pega una única gotita de pegamento caliente directamente en el centro de cada lóbulo de la piña. Entonces, antes de que el pegamento se seque, coloca una alubia con sumo cuidado en la gotita de pegamento. Le lleva una media hora terminar la tarea de pegar una alubia en cada lóbulo. Durante todo este tiempo, no se mueve de su lugar de trabajo. No dice ni una palabra y nadie —tal y como observo con alegría— se dirige a él.
Mientras lo observo, una mujer me pregunta si creo que es seguro que un niño tan pequeño use una pistola de pegamento. Le digo que he estado observándolo y que ha sido mucho más cuidadoso que el resto de las personas en la mesa. No hay ningún motivo para llamarle la atención o usar el pegamento por él. Lo primero interrumpiría su concentración y lo último acabaría con toda la diversión. Agradezco que los padres del niño y el resto de personas que lo ven sean lo bastantemente sensatos como para dejar que trabaje tranquilo. Imagine todas las formas en las que un adulto podría arruinar su juego.
El adulto podría privarle del desafío al ofrecerse amablemente a hacer las partes más peligrosas y «difíciles»; alterar su concentración con un consejo no solicitado o con una charla distendida, haciendo que se dé prisa para ir a otros proyectos pero que no dedique el tiempo necesario a esta tarea; o alabar su trabajo de forma que la atención del niño se alejaría del proceso (que es más importante para él) y se acercaría más al producto final (que es menos importante). Como nadie lo molesta, el niño experimenta una magnífica inmersión personal en la creación artística y yo experimento la satisfacción de verlo y aprender de él. Recibo una lección de autodeterminación, concentración, persistencia y meticulosa artesanía.
Hace muchos años, Lev Vygotsky, un psicólogo ruso y un gran observador del juego de los niños, escribió que los niños cuando juegan «se comportan por encima de su conducta habitual, como si fueran mayores de lo que son». Yo añadiría que sucede lo mismo en el caso de los adultos. Damos lo mejor de nosotros mismos cuando estamos jugando. Es el tema de muchos ensayos que ya he presentado en este blog y un tema sobre él que hay mucho más que decir. Aprendamos a disfrutar del juego, tanto del de los demás como del nuestro.
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Peter Gray es doctor y profesor investigador en Boston College, y autor del libro Free to Learn (Basic Books) y Pyschology (un libro de texto, ahora en su sexta edición).
Otros artículos de Peter Gray en inglés:
www.psychologytoday.com/blog/freedom-learn
Libro en inglés «Free to Learn»:
www.freetolearnbook.com
Artículo original en inglés:
www.psychologytoday.com/blog/freedom-learn/200901/how-ruin-children-s-play-supervise-praise-intervene
Traducción realizada por Esperanza Sofía Márquez Ruiz
[…] ya he señalado otras veces (“El peligro de no jugar a juegos peligrosos” y ” La intervención en el juego de los niños“), durante la última mitad de siglo hemos ido quitándoles a nuestros hijos cada vez más […]